miércoles, 16 de julio de 2008

Mi Libertad

Les dejo aquí esta pieza de literatura, de la escritora mexicana Beatriz Rojas, para refrescar sus almas con una emoción distinta: el estremecimiento.


El Carrusel
1
La luz viene de arriba.
Se aprecian unas figuras borrosas que caminan en círculo entre tres paredes muy altas de ladrillos.
Otras figuras, con vestimenta más oscura, aparentemente uniformados, se mantienen a distancia. Sería difícil asegurar si los observan aunque puede adivinarse que los vigilan.

Los hombres que caminan traen vestimentas de un parejo color gris.
Las figuras son borrosas porque los hombres han perdido su calidad de hombres. Son grises porque se han convertido en una sombra de lo que alguna vez fueron.

Al principio podría pensarse que se les permite caminar en círculos en el patio para que puedan sentir el sol y el viento y relajarse con el movimiento. Nada más alejado. Se les hace caminar con la finalidad de que vuelvan a la realidad y se den cuenta de que están encerrados. De que el cielo está lejos y de que no pueden pasear, sólo darle círculos al reducido espacio que comparten con otras sombras como ellos.
En sus celdas tienen la posibilidad de evadirse, de dormir, de soñar, de leer, de pensar que están en cualquier otro lugar o en ninguno. No tienen que moverse.

Se les obliga a caminar para que no duerman, para que sean dueños de su miserable realidad, para que sientan su cuerpo y sus carencias, para que sufran por la falta de sueño, de comida y de misericordia.
Los hombres están más solos cada vez que llega uno nuevo del exterior. Están solos aunque no puedan estar a solas, y precisamente porque se sienten observados a cada minuto. Están solos porque perdieron su calidad de hombres y de ciudadadanos y se ven condenados a marchar eternamente, en círculos, en un paseo que no conduce a la libertad, o a ninguna otra parte.

El sol no calienta entre cuatro muros. Las sombras dan vueltas pisando sus propias sombras.

2
El primer recuerdo siempre a estas horas de la mañana es el mismo: el carrusel. Yo, de niño, feliz por dar vueltas y vueltas al mismo paisaje. Era un paseo efímero, eso es lo que lo hacía maravilloso. El niño no se imagina que si el paseo fuera muy largo se cansaría y el carrusel dejaría de ser hermoso y brillante. El niño cree que el paseo fue muy corto y que debe repetirse, le gustaría que durara más. La madre sabe que el paseo es más que suficiente y que basta con una vuelta en el carrusel. El niño llora y patalea, la madre lo mira con ternura pero mantiene su firmeza. Al carrusel volverán cualquier otro día. Después de todo, el pequeño niño tiene una gama de felicidades de dónde elegir.
Conforme la marcha se vuelve monótona y los hombres que aún no están abatidos por la soledad hacen sus burdas bromas o intentan negociar alguna cosa, el pensamiento se torna más lúgubre.

Estamos condenados a recordar nuestro crimen, una y otra vez, todo lo que dure la condena. Y no sólo eso, sino a recordar todo lo que fue nuestra vida antes de esto. Estamos condenados a pensar.
Esos tontos que idearon el sistema piensan que me voy a arrepentir sólo porque no tengo otra cosa mejor qué hacer. En este lugar tengo tiempo de arrepentirme, de arrepentirme de haberme arrepentido, de idear nuevos y mejores delitos -homicidios tal vez-, de realizarlos (mentalmente claro) y de arrepentirme de ellos también.

La justicia… por un crimen que cometí en unas horas, mi existencia se ve truncada por años ¿y qué son los años en este eterno marchar? ¿Qué es el tiempo cuando no hay vida? ¿Cuando cada día es exactamente igual al anterior?
Siempre la misma rutina tonta para conseguir un cigarro. Nunca me hubiera imaginado antes que podía ser tan importante tenerlos. Nunca me parecieron más valiosos. Cada día lo consigo después de un largo trámite, la mayoría de las ocasiones siento una ligera angustia que acaricia la posibilidad de no recibirlo esta vez, aunque es una angustia que pasa rápido porque siempre sé que lo recibiré. Tal vez sin ese poco de angustia recibirlo no sería tan gratificante y no me molestaría en fumar. Es una parte del día que hay que saborear, como todo aquí.

Mi vida se consume aquí dentro como este cigarro, por eso fumamos, por eso los atesoramos. Somos cigarros, nos desgastamos, cada nuevo brío nos consume. A cada respiro somos más pequeños, brillamos menos, perdemos calor.
Jaime es nuevo y es joven, el iluso está en la etapa en que uno no habla más que de lo que hará cuando salga. Todavía cree que saldrá pronto, todavía no entiende lo que le está pasando. No entiende que aquí sólo importa el presente porque el tiempo no pasa.
Además, con un poco más de raciocinio, entendería que el mundo no será el mismo cuando salga aunque aquí nada haya cambiado. Aún cuando su condena durara una semana, todo habrá cambiado.
Como Jean Valjean, que incluso fuera de la cárcel no pudo librarse de su condena, y todo por un pinche pan. Qué gracioso, ahora sé quién es Jean Valjean. En mi otra vida - la verdadera- hubiera sido incapaz de soportar un libro completo. Ahora no tengo más remedio.
No me río de ti, pendejo, me río porque me imagino a mí mismo leyendo, como todo un estudiante y además qué tengo que estarte dando explicaciones, ni siquiera en mi mente. No puede haber un solo movimiento que altere la monótona rutina del paseo diario sin que todos salten y se pongan nerviosos. Es lógico, nuestra condición no es natural, tratamos de que al menos sea familiar. Sabemos que cualquiera puede dañarnos o robarnos los cigarros.
A José todavía lo vienen a ver sus familiares, pobre, no lo dejan desprenderse. Pronto lo abandonarán, como a todos.
Mi madre venía religiosamente cada día de visita cuando me encerraron. Luego comenzó a faltar y a sentirse culpable cada vez que se ausentaba, la pobre.
Pero dejó de venir, como todos. Yo pensaba que ella nunca me abandonaría, mi madre.
Desesperada me miraba con esos ojillos asustados y me ofrecía traerme lo que yo quisiera. Creía que sus pequeños regalitos alegrarían mi estancia aquí. Desesperada, al ver que no me emocionaban por más que quisiera disimular, me preguntó con timidez qué quería que me trajera. “Cualquier cosa, pídemela” decía la vieja tonta.
“¿Que qué quiero que me traigas madre?
¿Qué quiero?
¿Y para qué? ¿Para recordar el mundo que me es negado? ¿Para enfrentarme a mi carencia?
Yo no quiero cosas del mundo, madre. Yo quiero el mundo. Quiero sentir el viento, quiero ver a la gente y que me vean. No quiero una comida suculenta en una celda asquerosa. Quiero manzanas, o arroz, o lo que sea, pero en mi casa.

Quiero silencio.
Quiero dormir en una cama.
¡Quiero dormir!”
Mi pobre madre escuchó mis necedades hasta el final, con esos ojillos temerosos y oscuros que han perdido su brillo, inundados de lágrimas. No había entendido nada.
No la culpo por dejar de venir. No la culparía por vivir si se decidiera a hacerlo. Ha decidido cargar con la mitad de mi condena hasta la muerte, ha vivido oprimiéndose el corazón. No me sorprendería que me dijeran que ha muerto, porque lo mismo da. Vive como si no viviera.

¿Cómo era esa canción de niños?
“Vueltas, vueltas y vueltas, los caballitos, del carrusel. Giran, repiqueteando, su cascabel…”
-Qué me ves wey, no me estoy riendo de ti, pinche paranoico. Después vas a ver cabrón.
Por culpa de este animal me van a castigar de nuevo. Como si no fuera suficiente castigo, nos castigan dentro del castigo.
CASTIGO: qué palabra tan vacía. Un terror para los niños, una nada para mí. El castigo deja de serlo cuando se convierte en algo permanente, en una circunstancia de vida. Ahora no estoy cumpliendo mi castigo, estoy viviendo.
De joven también me atraían las vueltas sin sentido por el mismo lugar. Rondaba la casa, rodaba su casa. Con igual gusto me la hubiera robado a ella que a sus cosas. Tenía muchas cosas. Tan bonitas. Ella estaba bonita también, o podría haberlo estado, o no sé ¿Cómo se llamaba?

Todo mi pasado se desdibuja. Es una mancha grisácea y pastosa.
Un día no seré más que una sombra de lo que fui. Ahora mismo me veo en el espejo como un remedo de lo que era, una caricatura, una burla. Estoy flaco, ojeroso. Allá tampoco comía, y qué importa.
Por fin se acaba el paseo. Ya puedo volver a adentrarme en la nada, en mi nada. Mía, sola. Y si me matan dormido es mejor. Y si este día se repite mil veces, qué más da.
Se perfila tu rostro en mis sueños. Estás ahí, tan sublime como nunca pudiste haber sido en realidad. Soy como Don Quijote, convierto a una Aldonza cualquiera en Dulcinea del Toboso. Qué burla, yo hablando del Quijote y sabiendo de lo que hablo. Es que ya no soy yo. Soy algo que piensa infinitamente, en círculos, las mismas cosas cada día en el mismo momento. Soy algo que gira, vueltas y vueltas, en redondel.
No siento culpabilidad, tristeza, ira, solo giro y giro y vivo o creo que vivo en esta monotonía interminable que es un día y mil días.

Me he convertido en una sombra más de las que pintan los muros de esta cárcel de gris.
Aunque saliera nunca saldré, porque ya no soy yo. Soy una sombra que pertenece al lugar.

3
¿Yo tengo un hijo? Claro que lo sabía, sólo que no lo recordaba. Ayer vinieron y me rompieron el círculo. El recuerdo pastoso y seco tomó forma, tiene una mirada interrogante y terriblemente viva. El sentir sus manitas me hace bien, pero ahonda mi soledad.
Por su culpa los días ya no son un solo día, son diferentes. Hubiera preferido que me permitieran seguir siendo una sombra, pero he perdido mi libertad hasta de decidir quién quiero ser o a quién quiero ver.
Ella (tú): hermosa. Descaradamente real. Volverá a casarse, como era de esperarse. Está convencida de que nunca nos quisimos. Puede ser. Yo a ella no la quiero. Vivo enamorado de su imagen, de mi Aldonza, mi Penélope, mi Beatriz.
Ahora me obligan a caminar, una y otra vez. Temo que tropezaré en cualquier momento. Es el mismo patio pero ya no es familiar ¿Qué no se dan cuenta de que ya no soy una sombra?
En este lugar tengo tiempo de ser persona, de convertirme en sombra, humanizarme de nuevo para volver a sombra, una y otra vez.


4
Me he dado cuenta de que estoy enfermo. Tal vez ya lo sabía, de antes, en la vida, pero ya me había habituado al malestar, como a todo.
Pronto no podré levantarme a dar el paseo diario. No veré más los cuatro muros. Poco después moriré, en una celda. Mi celda.
En mis últimos días podré abandonarme a mi imaginación, mis libros, al sueño. Evadirme sin escapar. Ya no veré más los cuatro muros, mis muros; donde dejé mis pasos y mi color. Donde habita mi sombra.Seguramente seguiré pagando mi condena en el infierno (si es que existe) o mi alma seguirá rondando esta cárcel, volando en círculos, alrededor del patio, sin poder escapar jamás.
Beatriz Rojas Ávila, 2003
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1 comentario:

Beatriz dijo...

Oye, qué amable. No sabía que me habías publicado. Bueno, de hecho creo que me lo comentaste pero lo había olvidado. Gracias